CASA BLANCA

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La Casa Blanca, la residencia del presidente de los Estados Unidos de América desde el año 1800.

 

El primero en habitarla fue el segundo presidente, John Adams, que se mudó desde Filadelfia, ya que George Washington, quien había encargado su construcción, murió antes de que fuera terminada.

El edificio, de estilo neoclásico, se presenta como un gran paralelepípedo apoyado sobre una base larga, con dos pequeños brazos en el centro formados por los pórticos de las entradas norte y sur, y es el resultado de numerosos cambios y reconstrucciones. Thomas Jefferson, que la ocupó un año después que Adams, ya añadió las columnatas. Poco después, en 1814, durante la guerra con Inglaterra, la Casa Blanca fue completamente arrasada por el fuego. Se salvaron solo algunas paredes externas, y en la reconstrucción se añadió el famoso pórtico semicircular con columnas, uno de sus rasgos característicos.

No obstante, cada presidente ha aportado sus cambios. Theodore Roosevelt construyó el ala oeste, donde tiene su sede el ejecutivo y donde William Howard Taft mandó construir el famoso Despacho Oval. El ala este fue construida durante la Segunda Guerra Mundial para esconder las obras de construcción de los primeros búnkeres subterráneos, terminados en la reconstrucción total de la posguerra. De hecho, en 1945, el presidente Truman reconstruyó la Casa Blanca por completo precisamente para dotar a los subterráneos de varias habitaciones de seguridad y túneles. Además, debes saber que cada presidente dispone de 100.000 dólares para realizar cambios en su residencia. Nixon añadió una pista de bolos y Barack Obama, una cancha de baloncesto.

 

Curiosidad: la Casa Blanca debe su nombre a la población de Washington, que en 1811 la bautizó de esta forma debido a su característico color blanco, obtenido del emblanquecimiento del granito con el que fue construida mediante una mezcla de cal, cola de arroz, caseína y plomo. Su arquitecto, el irlandés James Hoban, quería recrear el color blanco del mármol de los edificios griegos en un perfecto estilo neoclásico. Sin embargo, tal aspiración era fruto de un error: en realidad, los templos griegos y romanos eran muy coloridos. El mármol se pintaba, pero con el tiempo se descoloría, solo que los neoclásicos no lo sabían.

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