El interior de la Madeleine te ofrece una visión sorprendente. Es como un viaje atrás en el tiempo. La iglesia, que en el exterior se te presenta con un riguroso y rectilíneo estilo neoclásico, en el interior parece reencontrar sus orígenes tardobarrocos. Tras pasar por las imponentes puertas de bronce realizadas a mediados del siglo XIX con escenas de los Diez Mandamientos, entras en un espacio único, enorme y muy decorado, cubierto por tres cúpulas seguidas y revestido con estucos, esculturas, pinturas y mosaicos. Las dimensiones son realmente impresionantes: la iglesia tiene más de 100 metros de largo, 43 de ancho y 30 de alto.
El interior de la Madeleine se decoró durante el período de la Restauración, después de 1815, en un clima de renovado fervor religioso. Puedes admirar aquí la mayor obra de arquitectura religiosa de la primera mitad del XIX, en la que participaron los mejores artistas franceses de la época.
Entre las obras de arte más significativas, te recomiendo, en el casquete semicircular de la parte posterior de la iglesia, el gran fresco de Jules Ziegler titulado La historia del cristianismo, en el que Jesús está representado entre los apóstoles y varios personajes históricos, entre ellos, en el centro, Napoleón Bonaparte, vestido con el manto imperial y acompañado de su simbólica águila.
En el altar mayor, delante de un precioso grupo de columnas estriadas dispuestas en semicírculo, puedes admirar un gran grupo escultórico de mármol que representa a la santa a la que está dedicada la iglesia, María Magdalena, mientras es llevada al cielo por unos ángeles, robustos pero tremendamente agraciados.
Aún más importante para la historia de la escultura decimonónica de temática sagrada es el grupo en mármol del Bautismo de Cristo, esculpido por François Rude, y ubicado en el atrio de la iglesia.
CURIOSIDAD: antes de salir, admira en la pared de la entrada el inmenso órgano. Como te decía, sobre esas teclas desarrolló su actividad durante veinte años Camille Saint-Saëns, uno de los más grandes compositores franceses de la segunda mitad del siglo XIX: sus conciertos estaban considerados como un evento sorpresa, ya que el organista tenía la costumbre de improvisar, sin seguir nunca un programa preestablecido.