Paseando por el Sentierone, en el corazón de la Bérgamo baja, el Teatro Donizetti se presenta con su elegancia decimonónica y una historia que comienza el 24 de agosto de 1791, cuando fue inaugurado con el nombre de Teatro Riccardi.
Solo en 1897, con motivo del centenario del nacimiento del compositor Gaetano Donizetti, el teatro adoptó su nombre actual.
El edificio original sufrió un devastador incendio en 1797, pero Giovanni Francesco Lucchini, el mismo arquitecto que lo había diseñado, dirigió personalmente su reconstrucción, reabriéndolo al público el 30 de junio de 1800.
Desde el punto de vista arquitectónico, la sala es un magnífico ejemplo de “teatro a la italiana”: planta elíptica alargada para favorecer la acústica y la visibilidad, estructura en forma de herradura, tres niveles de palcos y galerías que rodean la platea; un diseño tan funcional como escenográfico.
El teatro contaba con una rica decoración: los antepechos de los palcos y el techo estaban ornamentados con pinturas en claroscuro atribuidas a Giacomo Francesco Bonomini —lamentablemente perdidas en la restauración de 1870—, mientras que el techo de la versión histórica del siglo XX mostraba una ilusión óptica de cielo abierto con instrumentos y figuras alegóricas. Una restauración reciente ha limpiado y puesto en valor esta decoración, devolviendo brillo a sus colores y detalles.
Hoy el teatro acoge regularmente temporadas de ópera, teatro, danza y, sobre todo, el Donizetti Opera Festival, el certamen internacional que cada otoño devuelve a los escenarios las obras del maestro bergamasco, proyectando el nombre de Bérgamo más allá de sus fronteras.
En el jardín de la Piazza Cavour, frente al teatro, el monumento a Donizetti —el músico sentado escuchando a la Musa, obra de Francesco Jerace de 1897— dialoga con la fachada del edificio, simbolizando la vocación que anima al teatro: transformar la inspiración en experiencia compartida.
Curiosidad: en 1954 se presentó en el Teatro Donizetti la divina Maria Callas, interpretando precisamente una ópera de Gaetano Donizetti: Lucia di Lammermoor. Para Bérgamo no fue solo un gran espectáculo, sino un encuentro simbólico entre la intérprete más célebre del siglo XX y la ciudad de Donizetti, que aquella noche sintió resonar su identidad musical con una intensidad excepcional.
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