Tómate tu tiempo para observar el friso y recorrer todo el perímetro: verás a la juventud más bella de la época avanzar hacia la puerta del templo sagrado para llevar una ofrenda a Atenea, un peplo tejido por las nobles doncellas atenienses y bordado con hilo de oro. Fidias no esculpió personalmente toda la secuencia, pero preparó los diseños y realizó solo algunas partes, infundiéndole a la obra un sentimiento de calor humano y de armonioso ritmo y belleza. Hasta el momento, jamás se había visto nada tan bello y natural al mismo tiempo.
Sigue el movimiento de las figuras; parecen atravesadas por una ola que las une con aceleraciones y pausas. Descubrirás que un ritmo fluido recorre toda la composición, especialmente en la carrera de los jinetes, que ofrecen estupendos detalles en los giros de las patas de los caballos y en la actitud y en las expresiones de los jóvenes. Es un himno en honor al caballo y al embrujo eterno de la juventud.
Hombres, objetos y animales están representados cuidando los detalles naturales, pero sin caer jamás en la monotonía. Cuando hay repeticiones, que no son nunca idénticas, tienen la misma función que cumple el estribillo en una canción. Presta atención a las variaciones, a las figuras colocadas en primer o segundo plano, al movimiento de sus miembros, a la dirección de las miradas y a cómo los distintos protagonistas se unen entre sí. Es una verdadera representación de todos los ciudadanos, unidos por la participación unánime en un mismo evento, pero al mismo tiempo caracterizados por su propia personalidad individual.
Curiosidad: ya habrás notado que todos se dirigen hacia un mismo punto. Cuando llegues a él, te encontrarás frente a los dioses. No hay nada de monumental o heroico en sus figuras. Están sentados con una naturaleza extrema y humana, y conversan entre ellos como amigos en un banquete. Nada los distingue de los atenienses que se dirigen a ellos excepto que, si se pusieran de pie, serían más altos. Una perfecta y serena armonía une a hombres y dioses, debido a que los griegos de la época sentían la divinidad presente en cada hombre.